El horror como género literario es uno que ha parido toda clase de abominaciones, desde clásicos como fantasmas y zombis hasta creaturas inter-dimensionales como el payaso Pennywise del libro It de Stephen King o el Demogorgon en la famosa serie Stranger Things.
Ahora bien, entre estas aberraciones ninguna ha causado respuestas tan variopintas como la figura del vampiro, un arquetipo que sobrepasa a la ficción y logra suscitar sensaciones de repulsión, fascinación e incluso atracción sexual. En este artículo trazaremos un breve recorrido de las cuatro grandes iteraciones de estos muertos vivientes, los conceptos que los sustentan y las implicaciones de su existencia en nuestro folclore.
Nuestro camino empieza en lo más recóndito de la antigüedad en tanto los primeros vestigios del vampiro yacen ahí. Inicialmente este tipo de ente estaba completamente subordinado a las tendencias mágico-religiosas de las culturas paganas de las primeras civilizaciones, desde la sumeria hasta las subsiguientes; por lo que su naturaleza era demoniaca y bestial (imaginémoslo con alas, garras, cola, ojos temibles). En esta primera fase podemos puntualizar las características primordiales del vampiro: devorador de sangre, inspirador de erotismo y procreador de muerte. En segunda instancia, encontramos al vampiro cristianizado en el medioevo desprovisto de muchas de las cualidades mágico-religiosas que le impregnó el paganismo precedente. Esta era marcada por la obsesión teológica con el cristianismo adaptó a los monstruos de antaño con un doble propósito: 1) mostrarlos como reflejos de Satán, y por ende, como la imagen de la oposición a los valores de la fe y 2) explicar vicisitudes como las epidemias. Este contexto, en que la superstición dio causalidad a nuestros mayores temores; permitió que de hecho la gente creyera en la existencia material de tales seres por lo menos hasta el siglo XVIII. En esta fase al vampiro se le concebía con una figura humanoide extremadamente flaca y encorvada que tras alimentarse se hinchaba tal como una sanguijuela (elemento que algunos le atribuyen a la observación del proceso de putrefacción del cuerpo). En tercera instancia, tenemos al vampiro aristócrata producto del siglo XIX, el romanticismo fascinado con la estética satánica (la fijación con lo mórbido y lo caído) y el cuento fundacional The Vampyre por John William Polidori. Este versión es prácticamente la base de la visión coloquial que tenemos hoy del vampiro y que ha tenido su epitome en el Drácula de Bram Stoker. En este instante es que se genera la concepción del vampiro solemne, hipnótico y sumamente atractivo que envuelve a todos aquellos que toca en la tragedia. En cuarta instancia, podemos dilucidar al vampiro empático producto del siglo XX y cuyo ejemplar prototípico podemos ubicar en Las Crónicas Vampíricas de Anne Rice. Este vampiro es uno el cual se le da un enfoque trágico a su condición a través de la preservación de su humanidad. En este caso se denota que se preservan las características sensuales del vampiro aristócrata pero se le desprende del elemento demoniaco prevalente desde la antigüedad. En todas estas versiones el vampiro se sostiene en el entramado conceptual de que es un reviniente (un cadáver animado) que retiene elementos de su personalidad (el alma) y prolonga su existencia antinatural a partir de los vivos (a través del consumo de la sangre). Además, en todos los casos, así sea que se parta del vampiro maligno o el empático; éste siempre concluye en tragedia sobre la base de su propia condición. El reviniente al ser antinatural está condenado a una esterilidad que le es propia a lo abominable: su vida es muerte, su amor es obsesión, su soledad es regla y su existencia es fantasmal. La persistencia del arquetipo del vampiro en el folclore de tantas sociedades yace en que éste apela a nuestras pasiones más primordiales, y que por ende, son el objeto de nuestra mayor represión: el pulso sexual, la voracidad de los placeres, la tentación por la rebelión y la catarsis de la violencia. Visto de otra manera, este reviniente genera intriga porque a la vida le es natural querer prolongarse y como seres dotados de comprensión el prospecto de morir nos aterroriza. La idea del vampirismo de alguna manera u otra es que es mejor tener una existencia inmortal, aun con sus bemoles; dentro de los confines de lo que conocemos a apostar por una vida ultraterrena tras el velo de lo desconocido. A todas estas el mito del vampiro es uno que nació primero en el seno de nuestra civilización y miles de años después fue adoptado por la escritura creativa. Lo que esto demuestra es que el mismo nos es un nexo entre tres elementos sobre los cuales todos convergemos: la experiencia de la vida, el impulso de la pasión y la inevitabilidad de la muerte. Por tal razón es que a través de las épocas podemos ver cómo los no muertos se vuelven progresivamente más parecidos a nosotros, cosa que no debe sorprendernos cuando nos percatamos que en todo cuento de vampiros estamos tan atraídos hacia ellos como ellos a nosotros.
Por: Juan Carlos Rubio Vizcarrondo
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Abril 2021
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