En la contemporaneidad se nos ha habituado a la noción de lo romántico como lo circunscrito exclusivamente al amor de pareja. De hecho, a penas surge la referida palabra, lo común es que en nuestras mentes se produzcan las imágenes típicas de velas, rosas y cielos estrellados. Esto no es de sorprender, porque tales elementos son efectivamente parte del legado romántico, pero éstos son apenas un pequeño pedazo de algo mucho más grande. El romanticismo, en realidad, es una manera de entender al mundo; de palpar a la naturaleza y a la vida; y, en definitiva, de expresar rebeldía cuando se considera, como lo hizo el filósofo francés Jean Jacques Rousseau, que el hombre ha nacido libre y por doquiera se encuentra sujeto con cadenas. Esta insurrección del espíritu tuvo sus orígenes a mediados del siglo XVIII en Europa y, como es tan común en los grandes movimientos, surgió como una reacción al status quo de ese entonces. Acá estaríamos hablando de una Europa impregnada totalmente con los valores típicos de la modernidad: la supremacía del racionalismo (la razón y la lógica sobre todas las cosas), la mecanización de la sociedad (como producto de la Revolución Industrial) y el progreso materialista (más lujos y comodidades). En tal sentido, el romanticismo se perfiló como el eterno crítico de estos conceptos.
El ideario romántico es, como se planteó en el párrafo anterior, reaccionario por naturaleza. Si a la sociedad le parece que hay que ser realistas, el romántico dirá que hay que ser idealistas. Si la sociedad nos obliga a conformarnos con falsas cortesías, el romántico enaltecerá a lo espontaneo y a lo auténtico. Si la existencia ha de tornarse plástica y sintética, entonces el romántico predicará lo orgánico y lo natural. Esto parte de que el romanticismo tiene como idea central la valorización de la inocencia y, en específico, de la niñez como su manifestación física. Los niños no tienen prejuicios, son infinitamente creativos y, por supuesto, siguen impetuosamente a sus sentimientos. Sobre la base del niño es que el romántico emprende su guerra total contra lo mundano, lo estéril y lo tradicional. Así es como éste proclama orgullosamente que la razón no lo es todo y que hay que descubrir a aquello que se esconde en la pasión y la locura. Evidentemente, esto suena en si bastante peligroso. Sin embargo, el romántico antes que el conformismo de la seguridad preferirá a la estimulación de la aventura, pues al mismo no le importa los riesgos inherentes del ganar o el perder, lo que le interesa es la búsqueda de las sensaciones. Con tal estructura ideológica a la mano, el romanticismo tomó bajo su manto a representantes de todos los ámbitos de las humanidades: músicos, pintores, escritores, poetas, arquitectos y filósofos. De ello tenemos una cantidad enorme de herencias culturales polifacéticas. ¿El arquetipo del artista trágico que no es comprendido por este mundo? Sí, surgió del romanticismo. ¿La idea, como afirmó el poeta Percy Bysshe Shelley, de que cualquier unión fuera del amor es intolerable? También. ¿La reaparición de la arquitectura gótica y la glorificación de las historias fantásticas centradas en la Edad Media? Por supuesto que provino de este movimiento. ¡Y como éstas hay muchas otras! Ahora bien, el sostener una vida romántica en su plenitud, a pesar de lo tanto que algunos lo quisiésemos, probablemente implicaría un trayecto intenso y corto. Muchos de los románticos, Lord Byron, Shelley, Keats, Chatterton, entre otros; definitivamente condujeron vidas extraordinarias y trágicas en igual medida. El credo del romántico llevó a estas personas a vivencias que los enaltecieron, pero no sin un precio. Como bien lo retrató el aclamado pintor español Francisco Goya en su obra El Sueño de la Razón Produce Monstruos, la racionalidad cumple una función esencial para nuestra sobrevivencia: moderar nuestros impulsos. De tal forma, lo que puede verse es que tan cierto como que los románticos vivían intensamente, éstos también eran proclives a la irresponsabilidad, a la deuda y a un caos que terminaba cobrándoles sus propias vidas. A pesar de los extremos autodestructivos que el romanticismo podría implicar, no pueden negarse los méritos emancipadores de su propuesta para espíritus libres. Ciertamente, hay una sensación de éxtasis cuando dejamos de racionalizar y controlar para que nuestros corazones asomen la cabeza. De esto es lo que se trata el ideario romántico, una ideología que se nos presenta como un Dionisio, el llamado Eleutherios (El Liberador en griego antiguo), que nos informa que la vida no es solo para estar en este mundo, sino para vivirla arduamente. Puede decirse que es muy difícil, por lo menos para las personas con un afán por lo transcendental, no simpatizar con el espíritu romántico. Éste nos eleva, nos anima y nos convence de que hay magia en todo cuanto nos rodea. No conforme con esto, el mismo nos insta a seguir nuestros espíritus sin temer y sin titubear, a dar lo que debamos dar y a hacer lo que de verdad queramos hacer. En definitiva, ser romántico no es más que pensar, como lo hizo Rousseau, que si se quita de los corazones el amor por lo bello, se habrá quitado todo el encanto a la vida. ¿Y entonces? Pues vivamos admitiendo, como lo hicieron los románticos, que habrán circunstancias en que lo mejor que podemos hacer, como lo dijo el escritor y músico Richard Friedman, es encontrar lo que amamos y dejar que nos mate. |
CATEGORÍAS
Todos
Archivos
Abril 2021
|